No son pocos los especialistas que cuestionan la real efectividad del castigo y reconocen que, a largo plazo, no se solucionan las cuestiones de fondo. Los padres a veces castigamos sin reflexionar acerca de la conveniencia de la sanción. La realidad es que antes de hacerlo, como padres primero debemos reflexionar acerca de si tiene o no sentido. Mientras algunos padres siguen aplicando sanciones disciplinarias cada vez que sus hijos los desobedecen o se siguen portando mal, y a veces el asunto se termina tornando una especie de “desafío” para ellos.
El castigo por sí solo no sirve, pero a nivel sociedad todavía sigue teniendo vigencia. Hay estilos de crianza, como el autoritario, que avala y aplica el castigo como herramienta educativa. Otros, como el permisivo, descartan todo tipo de sanción y puesta de límites. En el medio de estos extremos, están quienes avalan una crianza respetuosa que sostiene que, en lugar de poner límites, hay que comunicarlos. Los límites aparecen solos, lo que tenemos que hacer como adultos es explicitarlos, decir por qué no se puede hacer determinada cosa. Si, aún después haberlos comunicado claramente, un chico busca igualmente transgredirlos, la clave sigue siendo la comunicación. El castigo sólo genera más miedo y además los frustra. Si se porta mal, como adultos tenemos más recursos y entonces, primero debemos intentar comprender por qué se está portando así. Lo ideal es pensar más soluciones que castigos, ver entre ambos cómo hacer para resolver la situación. El castigo es un plus innecesario en la crianza de un niño, que muchas veces no entiende ni siquiera por qué se lo está castigando. Los chicos en general demandan atención. Si hubo antes varios no porque estamos cansados u ocupados, entonces es probable que el chico quiera portarse mal para llamar la atención de sus padres.
Para aprender a controlar sus impulsos y a encauzar sus emociones los chicos necesitan un regulador externo, que somos los padres. Si a un chico se lo disciplina con amenazas y castigos -que pueden ir desde un tono de voz amedrantador, la humillación, la ridiculización y hasta los castigos físicos- esto va a desencadenar en él emociones fuertes, como miedo, ira, frustración, furia y terror. Estas emociones desencadenan tres posibles respuestas: la huida, la lucha o quedarse congelado. Pero estas reacciones no sirven para educar, sino para sobrevivir. Un niño que se siente amenazado no puede pensar en progresar; toda su energía está puesta en sobrevivir.
La denominada disciplina amorosa es lo que mejor funciona. Disciplinar no es castigar ni controlar. Significa enseñar. Los chicos necesitan realizar un aprendizaje emocional: regular sus emociones, controlar sus impulsos, manejar el enojo. Sin estas habilidades es imposible que se hagan responsable de sus acciones. Podemos pensar la disciplina como una manera de detener el comportamiento inadecuado, pero es más que eso: el gran objetivo es contribuir a que chico se sienta responsable de sus acciones y emociones.
Un ejercicio que se hace con frecuencia es sacar un almohadón o una silla, para que el chico se siente ahí después de haber sido advertido varias veces y reflexione solo, o en compañía de sus padres, por qué lo hizo. El tiempo que pase sentado ahí debe ser acorde con su edad: 5 minutos si tiene cinco años; 7 minutos si tiene siete años, etc. Es un método que sirve para que se calme y pueda expresar, sereno y en palabras, cómo se siente respecto de lo que hizo.
El famoso “time out” (tiempo fuera) en el que se le pide al niño que se aparte para pensar solo sobre cómo se comportó, fue considerado, en un primer momento como un avance en el sentido de que no es violento, pero fue rápidamente criticado porque deja al niño solo y genera culpabilidad. Ellos no saben qué tienen que pensar, no saben por qué se portan mal, no saben por qué hicieron lo que hicieron y no saben cómo cambiar lo hecho. En esos momentos no deben estar solos, por el contrario nos necesitan cerca para que les expliquemos qué hicieron mal y para pensar juntos cómo se puede solucionar lo ocurrido. Además en esas situaciones se dispara todo tipo de fantasías en los niños. Creen que porque se portaron mal los vamos a abandonar o a no querer más.
Sin embargo, hay quienes consideran que el castigo sigue siendo necesario. Una sanción negativa es un recurso válido siempre y cuando no sea físico o humillante, evitándose el miedo y el resentimiento. En una sociedad en donde puede ser más difícil educar porque todo se pasa por alto y los valores se desdibujan, es necesaria la sanción, que puede consistir en quitar un privilegio, por no dejar al hijo hacer algo que le resulta atractivo o por privarle de un gusto. No es necesario gritar ni salirse de las casillas. Hay que hacerlo con calma y tranquilidad. Lo que sí es fundamental es que dicha sanción sea posible de cumplir. Muchas veces en “la calentura” de la situación, el enojo lleva a tomar una decisión tajante, tan tajante, que al rato los padres comprenden que es imposible continuar en el tiempo con la sanción impuesta. Dejar de aplicar la sanción es lo mismo que decirle al niño que todo es posible, total, al final nada ocurrirá. Por eso, cuando se sanciona, hay que tener la mente fría y ser justo. Aunque, también es sabido que la sanción reiterativa no es positiva. No es bueno sancionar constantemente, porque en el momento de convertirse en “el” recurso, el hijo se acostumbra y pierde efectividad. Que sea adecuada y que no haya castigo físico, pero esto no significa que no haya una sanción ante un mal comportamiento y que el límite no esté claro.
En definitiva, los límites son importantes, porque cuando los hijos están creciendo necesitan aprender qué está bien y qué no, saber eso les da seguridad, les indica un camino seguro. Y, las sanciones tienen que enseñar algo, deben explicarse y tener un sentido, eso es educación cívica, aprender a vivir en sociedad, y emocional porque las emociones se educan, también, con límites.
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