El denominado síndrome del “nido lleno” es cada vez más frecuente en nuestro país y se trata de esos chicos que tienen más de 26 años y que aún no se han ido a vivir solos, dejando la casa de sus padres. Existen varios motivos para este fenómeno (que va creciendo). El principal, es porque no tienen recursos económicos para mudarse. Actualmente, los alquileres son muy caros para los sueldos que ganan muchos jóvenes y, comprar una vivienda (sea un monoambiente en el barrio más humilde), es casi una utopía, en un país en dónde no existen créditos hipotecarios accesibles. Por otra parte, la adolescencia se extendió (según la OMS, hasta los 26 años). También, tenemos el motivo de que en el hogar familiar estos jóvenes tienen todo resuelto y no quieren resignar las comodidades.
Muchos se resisten a pasar por los mismos sacrificios que pasaron sus padres al independizarse y prefieren aprovechar las ventajas de ser jóvenes hasta último momento porque están convencidos de que la adultez es sinónimo de que ya no la van a pasar tan bien. Además, los hogares de ahora son mucho más abiertos y hospitalarios que los de antes. Hoy en día, nosotros como padres nos ocupamos por demás de que nuestros hijos estén bien, de que no sufran, no se frustren ni se enojen con nosotros. Parece que tuviéramos miedo de que nos abandonen.
La adultez empieza cuando los hijos se independizan en todos los aspectos. Los jóvenes que rozan los 30 años y continúan viviendo en la casa paterna son falsos adultos : no se ocupan de lavar su ropa, ni van al supermercado, ni cambian bombitas de luz, ni se ocupan de las canillas que pierden, no pagan expensas, luz, gas, etc. Viven en el “paraíso” con todo resuelto. Estos hijos no se hacen fuertes para enfrentar los contratiempos de la vida y prolongan algunos aspectos de la adolescencia. En muchos casos, incluso están esos jóvenes que dejan sus trabajos al final de cada año para irse de vacaciones por un mes o más tiempo y, en caso de no conseguir un nuevo trabajo al regresar, no se preocupan porque saben que sus padres estarán atrás, haciéndose cargo de sus gastos y necesidades. De esta manera, viven al día en un puro placer que corresponde más a niños o adolescentes que a un adulto. A estos hijos les cuesta percibir la independencia como un valor. También es cierto que, por otro lado, hay jóvenes que trabajan, estudian, ayudan en sus casas, y no se van porque económicamente no pueden hacerlo. Si los hijos son indiferentes a la dinámica familiar, los padres tienen derecho a plantear reglas de convivencia, como establecer que avisen si vienen a comer, lavar los platos que usan fuera del horario de la comida, pagar algunas cuentas de la casa, respetar los horarios de descanso.
Una de las señales más claras de que el nido está lleno es cuando tanto los padres como los hijos comienzan a sentirse incómodos, el espacio les queda chico a todos y la convivencia se vuelve difícil. Por otro lado, los conflictos pueden comenzar a surgir por parte de los padres que se siguen haciendo cargo de todas las tareas, de los gastos, de los temas administrativos, o atienden novias, novios y amigos que pasan incesantemente. Antes de que estalle la crisis familiar, los padres pueden plantear la posibilidad de planificar juntos la mudanza, de ayudarlos en la búsqueda de un lugar para vivir o brindarles ayuda económica, si esto fuera posible, sin sentir culpa.
A partir de los 25 años, si un chico es independiente económicamente y si es capaz de ocuparse de asuntos domésticos, ya está en condiciones de partir. La clave para que la transición sea saludable es que los padres apuntalen la confianza de los chicos sin convertirse en tutores más allá de la edad que corresponde. Ponerles un ultimátum puede sonar fuerte pero es un indicador de la confianza que tienen los adultos en las capacidades de sus hijos. El proceso será mucho más fácil si criamos seres autónomos, no dependientes. Desde que nacen, tenemos que preparar a nuestros hijos para el momento en el que se irán de casa.
No tenemos hijos para que se queden a cuidarnos por siempre y no podemos pretender que lo hagan. Si los educamos con amor y los preparados para vivir en libertad, cuando los necesitemos, ellos estarán allí como adultos independientes. Lo importante es que tanto los padres como los hijos tengan proyectos vitales. Si el único plan de una mujer es la crianza, cuando llegue el momento de la separación se va a sentir vacía. A veces los hijos se van con gran dolor para los padres y finalmente resulta una enorme ganancia para todos. Lo nuevo asusta, pero las crisis suelen ser oportunidades de crecimiento. El famoso nido vacío es una buena etapa para generar nuevos proyectos individuales o de a dos. Pero a muchos padres les cuesta quedarse solos, los asusta el cambio y no favorecen ese despegue. La idea de seguir teniendo hijos a cargo puede ser un intento de prolongar la juventud, de no encontrarse con uno mismo o con la pareja después de tantos años de estar tan atareados. En algunos casos, los hijos no se van del hogar familiar porque son el tapón de un volcán a punto de entrar en erupción. Intuyen que el día que se muden, sus padres se van a separar o que les causarán una profunda tristeza y desorientación. Cuando los hijos son rehenes de una pareja que no funciona, deben ser conscientes de que ellos no provocaron esa situación. En cambio, si se quedan más tiempo se convertirán en cómplices del conflicto. Es difícil ver partir a los hijos, pero los vínculos son emocionales, no habitacionales. Acompañarlos en el camino hacia la autonomía y ser testigos de cómo conquistan sus sueños es como volver a verlos nacer.
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