A pesar de que la infancia parece ser una época sencilla y liviana, el mundo interior de los niños es más rico y complejo de lo que pensamos. Cuando somos pequeños, comenzamos a gestar creencias y emociones que nos acompañarán de por vida, entre ellas el sentimiento de culpabilidad.
El sentimiento de culpa en los niños podría definirse como la inquietud emocional que surge tras cometer una acción que se sabe inadecuada o que hiere a otros. Es precisamente por la nobleza de corazón de los pequeños que en ellos la culpa tiene un impacto especial. Esta es una emoción poderosa, dañina y paralizante. Si durante la infancia no aprendemos a gestionarla de manera adecuada, puede llegar a condicionar nuestra personalidad y nuestras reacciones durante toda la vida.
La culpa no es algo innato con lo que nacemos, sino que es un sentimiento social que aprendemos y adquirimos a través de nuestras vivencias. Gran parte de nuestra visión y nuestra relación con la culpa dependen de la educación recibida y, por tanto, de la labor de nuestros familiares y maestros. Desde pequeños observamos a los adultos de nuestra vida juzgar y culpabilizar a otras personas y a sí mismos e, inconscientemente, imitamos el patrón de conducta. También, es muy frecuente que los adultos utilicen la culpa como método educativo para hacer ver a los niños las consecuencias de sus actos. Pero es muy importante llevar a cabo una disciplina consciente y coherente, y no únicamente basada en las reacciones emocionales descontroladas del propio adulto.
Como humanos, todos en la vida cometemos errores. En ocasiones, llevamos a cabo acciones que, más tarde o más temprano, reconocemos como incorrectas. Es entonces cuando el estilo parental con el que hemos sido educados entra en juego, propiciando unos u otros sentimientos ante tal circunstancia. Un niño educado en la culpa está acostumbrado a ver en su entorno juicios inflexibles. Si nos dedicamos a recriminar de forma continua aquello que el niño hace mal, estaremos dañando fuertemente su autoestima. Este tipo de acusaciones no llevan a la reflexión y a la acción, sino al estancamiento. El niño que vive estas experiencias se quedará anclado en ese malestar emocional porque no ha recibido recursos para gestionarlo de otra forma. Este patrón de respuesta puede llegar a condicionar su vida provocando inseguridades, miedo y autorrecriminación. También, afectará a sus capacidades de relación interpersonal, pues un niño criado en la culpa tiene una mayor vulnerabilidad a este sentimiento, pudiendo ser fácilmente manipulable o convirtiéndose él mismo en un manipulador.
Si bien es necesario transmitir a los pequeños la diferencia entre el bien y el mal, y establecer normas y límites para ellos, hemos de hacerlo desde la responsabilidad. La principal diferencia es que, desde este enfoque, se resaltan las consecuencias naturales de los actos, y no los castigos impuestos. Hemos de fomentar la autonomía moral de nuestros niños, guiándolos para actuar en función de unos valores y no por obligación o por miedo. Tenemos que ayudarlos a reflexionar sobre sus actos y las consecuencias de formas constructiva, resaltando siempre el paso a la acción. Una vez reconocida la falta, la clave es buscar el modo de enmendarla y aprender de los propios errores. Una vez hecho esto, la emoción ha de desaparecer; quedarse anclado solo provoca sufrimiento inútil.
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