«El maestro mediocre cuenta. El maestro corriente explica. El maestro bueno demuestra. El maestro excelente inspira» -William A. Ward-
Todos tenemos en la memoria algún docente que nos ha marcado especialmente. La realidad es que los maestros que tenemos en nuestra infancia nos van marcando. Sin que nos demos cuenta, son modelos que vamos imitando y de los que vamos aprendiendo.
¿Hay diferencias entre los profesores con inteligencia emocional y aquellos que no la tienen?
En la etapa escolar nos vamos desarrollando como personas. Adquirimos conocimientos de matemáticas, lengua o geografía. Pero no solo eso, también empezamos a relacionarnos con otras personas de fuera de nuestra familia. Vamos aprendiendo a interactuar con otra gente y a manejar nuestras emociones. De esta forma, los docentes (lo quieran o no, ya que es una etapa en la que somos muy influenciables) se vuelven referentes en cuanto a actitudes, comportamientos, emociones y sentimientos. Van ayudando a sus alumnos a ajustar sus perfiles afectivos y emocionales. Desde luego, esta tarea empieza en el hogar de cada niño con sus papás, pero continua en el colegio.
Así, los profesores con inteligencia emocional van a llevar a cabo actividades de estimulación afectiva, expresión regulada de sentimientos positivos y negativos y de creación de ambientes que estimulen el desarrollo de capacidades socio-emocionales y de solución de conflictos interpersonales. También, promoverán la exposición a experiencias que se deben resolver mediante estrategias emocionales y se encargarán de la enseñanza de habilidades empáticas. Es decir, van a fomentar que los alumnos desarrollen su propia inteligencia emocional, fundamental para un adecuado bienestar físico y mental. Los niños van a descubrir la diversidad emocional, van a tener una mayor percepción y comprensión de los sentimientos propios y ajenos, van a entender cómo se pasa de una emoción a otra y van a ser conscientes de la posibilidad de sentir emociones contrapuestas.
Pero no solo eso. Son alumnos que van a aprender a solucionar problemas de una forma ajustada, haciéndoles frente y no evitándolos. Van a ser capaces de regular su propio malestar emocional, así como de empatizar con los demás. Y no exclusivamente en la escuela, sino en su día a día. Además de ser modelos idóneos para nuestros pequeños, ayudándoles a desarrollar unas adecuadas habilidades emocionales, los profesores con inteligencia emocional tienen otro beneficio: sufren menos estrés laboral. De hecho, esta profesión es una de las que más riesgos tiene de padecer este tipo de malestar psicológico. La realidad es que los maestros se ven sometidos a numerosas fuentes de estrés que pueden ir minando su entusiasmo inicial. Así, las condiciones laborales, la falta de recursos que no cubren las altas demandas requeridas, el bajo estatus social y profesional o las presiones temporales van a provocar que el malestar vaya en aumento y que aparezca el burnout.
En este sentido, los profesores con inteligencia emocional pueden disminuir los niveles globales de estrés laboral al gestionar de forma adecuada las reacciones emocionales negativas. De esta manera, ponen en marcha estrategias de afrontamiento de las situaciones laborales estresoras, en vez de evitarlas. Estrategias que los niños imitaran, porque si algo son a su edad es observadores. Pero no solo eso, sino que también experimentan menos consecuencias negativas del estrés. Además, se sienten más realizados personalmente en su entorno de trabajo. Por último, sus niveles de salud y bienestar mental también son claramente mejores. En este sentido, un mayor estrés laboral repercute en la calidad de la enseñanza, por lo que el problema no solo termina en ellos o se reduce a una dimensión individual. Sus alumnos también se van a ver directamente perjudicados. Debido a todo esto, sería muy interesante implantar programas que fomenten la inteligencia emocional en nuestros docentes, tanto por ellos como por nuestros pequeños.