Atrás quedaron esos tiempos en los que los chicos comían en otra mesa a la hora de una reunión familiar, los adultos hablaban entre sí y los chicos jugaban por su cuenta hasta el cansancio. Mundo de grandes, mundo de niños; independientes ambos y bien delimitados. Nadie podía dudar de cuál era su lugar en el grupo y se vivía esta realidad con naturalidad.
Fue pasando el tiempo y la década del 60 encontró a los jóvenes rebelándose contra las estructuras, consideradas estrictas y carentes de amor. Si bien fue una revolución necesaria para agitar estructuras adormecidas, se fijaron nuevos conceptos que por muchos años no fueron cuestionados ni revisados, dando lugar a una nueva forma de relación en los vínculos familiares en la que, justamente, otras formas están ausentes Podríamos decir que el momento actual es hijo de esa época. Hijo y nieto.
Pasamos de una frecuencia en la que los chicos aparentemente “no existían” a esta otra, la actual, en la que se convirtieron en protagonistas absolutos de la vida de los padres, creyendo que lo anterior fue “triste y malo” y haciendo alarde de no reprimir los deseos de los hijos porque uno la pasó mal ante tanta “lucha o sometimiento”. De repente surgen un sinfín de problemas en el seno familiar: chicos que sólo comen tal o cual cosa, que se irritan ante situaciones que cualquiera consideraría triviales, que imponen reglas absurdas o incómodas (por ejemplo, dormirse con la televisión prendida) o que sólo hacen la tarea bajo ciertas condiciones o ante la promesa de premios. Son hipersensibles, tienen problemas en la escuela, no se adaptan a rutinas básicas y exigen reglas propias. Los padres deambulan entre psicólogos, pediatras y educadores para arribar al mismo diagnóstico: que más que un caso clínico se trata de una cuestión de límites en los roles familiares.
Antes de convertirse en padres de estos chicos, estos adultos sufrieron, como hijos, las limitaciones impuestas por sus propios padres. Y crecieron como personas que sostuvieron esa misma posición frente a otros límites; la misma que ostentaron, naturalmente, en la primera juventud, en la etapa en que es necesario oponerse para diferenciarse. Pero desconociendo que también fueron formados, guiados y educados. Ciegos al amor de esos padres que sacrificaban su imagen al actuar de “malos” con la finalidad de contener a los hijos, de marcar posiciones éticas y morales que darían un marco de referencia, de enseñarles desde lo vivencial a tolerar frustraciones, a postergar sus impulsos en pos de una sublimación que más tarde facilitaría sacrificarse por un objetivo de adulto.
El niño crece cuando aprende a contener los impulsos; primero sentirá ganas de hacer pis y se hará encima casi al mismo tiempo, pero luego evolucionará aprendiendo a reprimir esos impulsos, a contenerlos y postergarlos. Eso está íntimamente relacionado con la capacidad de aceptar una renuncia. Por eso esta educación tan falta de límites genera gente inmadura, con grandes dificultades para realizarse. El mecanismo actual, el de los niños especiales, protagonistas, está apoyado en un corrimiento de las jerarquías, necesarias en todo orden social. Los niños se están quedando sin padres ya que los padres se niegan a educar. Incluso, como estos padres no se apoyan en los suyos, tercerizan la autoridad en múltiples consultas a especialistas, ya que cuando sienten que alguna situación se les va de las manos no pueden advertir qué está sucediendo en la intimidad de la familia.