El TOC es una patología que conlleva la realización de rituales o compulsiones. Su función reside en calmar la ansiedad atroz o el miedo exagerado que provocan ideas obsesivas. Ante semejantes miedos —que pueden ir desde que una hermana muera atropellada, hacer daño a un hijo, ser homosexual, ser pedófilo, sentirse impuro ante el acometimiento de pecados, enfermar a causa de un virus…—, las personas llevan a cabo esos rituales con la esperanza o convicción de que esos pensamientos no se materialicen. Son personas, por tanto, que suelen tener una fusión del pensamiento y la acción, temiendo que aquello que se piensa tenga más probabilidades de tener lugar. El problema es que las compulsiones pueden llegar a ser muy invalidantes, consumiendo muchos recursos; e impedirle llevar a cabo una vida normal. Su funcionamiento social, familiar o laboral puede verse gravemente afectado; además del impacto emocional que puede suponer estar ligado a acciones repetitivas sin que —aparentemente—se pueda hacer algo al respecto.
El trastorno obsesivo-compulsivo no es una patología exclusiva de los adultos. Aunque suele estar asociado a las personas ya mayores, lo cierto es que el TOC en la infancia existe. Los mecanismos asociados a su aparición y mantenimiento son iguales que el TOC que todos conocemos, pero el hecho de desarrollarse en un niño conlleva ciertos retos a la hora de tratarlo.
En todos los trastornos, más aun hablando del TOC en la infancia, es muy importante diferenciar aquellas conductas patológicas de aquellas que forman parte del desarrollo normativo del niño. Por ello, es relevante conocer que los niños tienen una etapa de “pensamiento mágico” —suele comenzar entre los dos y seis años—. En esta etapa, los niños llevan a cabo acciones y tienen deseos y pensamientos totalmente supersticiosos, fantasiosos que pueden ir acompañados de rituales. Estas acciones van desde cruzar los dedos para que algo tenga lugar, tocar madera para tener buena suerte, ordenar sus lapiceros en para que salga bien la tarea… Estos pensamientos suelen volverse mucho más intensos entre los cuatro y los ocho años, puesto que, como la mayor parte de las conductas del ser humano, estos también tienen una función. El pensamiento mágico facilita el proceso de socialización entre los niños. Son conductas que se enseñan, que ven en sus mayores y que llevan a cabo entre sus iguales.
Además, este tipo de supersticiones ayudan al niño a controlar la ansiedad en momentos en los que aparentemente no tiene ningún tipo de control. Este puede ser el caso de un niño que cruza los dedos para que en clase de baile le pongan con su amigo. Realmente no puede “hacer nada” para que eso ocurra, pero el hecho de cruzar los dedos le da una sensación de control ilusoria sobre la situación. El TOC en la infancia puede ser incluso más demandante en cuanto a recursos y generar más ansiedad que en los adultos. Por otro lado, si hay un momento especialmente crítico o sensible es el comienzo de la preadolescencia —a los 12 o 13 años—. En niños más pequeños, el TOC también se da, pero es menos común.
La terapia tampoco es más sencilla que con adultos. Los niños no siempre son capaces de ver y de darse cuenta de lo irracional de sus conductas. Los adultos lo hacen, aunque desprenderse de sus compulsiones sea ardua tarea. Por otro lado, cuanto más pequeño es el niño, menor capacidad tiene para entender que lo que hace es irracional. Otro reto que presenta el TOC en la infancia reside en la implicación de los padres y hermanos en las compulsiones del niño. Normalmente tratando de ayudar, con la mejor intención posible, responden a los rituales del niño, haciéndose partícipes y cumpliéndolos.
A diferencia de los adultos, los niños suelen mostrar una fuerte resistencia a informar acerca de sus síntomas. Pueden ser muchas las razones por las que lo hacen, puesto que algunos ni siquiera entienden lo que les pasa. Otros no se fían o temen que se les vaya a castigar o prohibir ese tipo de acciones. Los padres y los terapeutas, además, suelen contar con métodos de evaluación que pueden no ser útiles con los niños más cerrados, como las entrevistas —por supuesto, adaptadas a su edad—. Es muy difícil utilizar métodos de autoevaluación con ellos, puesto que muestran mucha resistencia. En general, a los niños con TOC les cuesta más colaborar que en otros procesos terapéuticos.
En el marco modelos cognitivo-conductuales, parte del tratamiento del trastorno obsesivo-compulsivo pasa por la exposición con prevención de respuesta —EPR—. Esta técnica consiste en exponer a la persona a aquello a lo que no llega a exponerse porque lo evita con sus rituales. En el caso de los niños, también se utiliza la EPR, pero con aproximaciones más graduales y tiempos de exposición más cortos que en los adultos. Se va más despacio, en sintonía con las capacidades del niño y siempre seguros de que la ansiedad no le va a superar —que no ordene los vasos por colores siempre que entra a la cocina, es decir, entrar en la cocina, beber agua, e irse—. Otras técnicas que se pueden utilizar son la distracción y la parada de pensamiento en momentos en los que la tentación de la compulsión es más grande. También es conveniente el reforzamiento diferencial de la conducta adaptada o conductas adaptadas. Esto significa no solo decirle lo que no tiene que hacer —llevar a cabo su compulsión—, pero también premiarle cuando no la lleve a cabo o haga otra cosa diferente a su ritual.
En todas las afecciones psicológicas, el papel que juega el círculo de apoyo más próximo es muy importante. Sin embargo, lo cierto es que en el caso de un niño esto es incluso más significativo por su dependencia y sus recursos limitados. El papel de los padres en el TOC infantil es igual de relevante. Ellos son los que, en casa, tienen que impedir que el niño realice los rituales. No se trata de hacerlo con argumentos autoritarios, pero a través de técnicas que el psicólogo haya trabajado con ellos. De hecho, hacerlo a través del castigo o prohibiéndole que lleve a cabo sus compulsiones, seguramente no consiga nada más que tensar el clima familiar. Sin embargo, es vital que los padres no participen en los rituales de los niños, puesto que los validan. El terapeuta tendrá que trabajar con ellos posibles sentimientos de culpabilidad al no poder brindar al niño lo que quiere en momentos de angustia. Es normal sentirse así, como cuando se castiga a un adolescente sabiendo que, a la larga, es lo mejor para él o ella. Esto no es diferente, y por ello demanda voluntad para seguir con las medidas propuestas en la intervención.