La valoración que los adultos hacemos de los niños es decisiva en su desarrollo psíquico y emocional. Evitar proyectar sobre ellos prejuicios y miedos es fundamental para que crezcan libres y plenos.
Caprichosos, audaces, generosos, optimistas, crédulos o ingenuos. Cuando somos chicos no hay nada más importante que la palabra de mamá y papá. No hay dolor que no se mitigue con un consuelo suyo, no hay misterio que no se devele con una simple explicación. Apenas empezamos a vivir, los reconocemos como nuestros modelos a seguir. Los creemos sabios e invencibles. Por ley transitiva, nos sucede lo mismo con otros adultos que detenten alguna autoridad o a quienes debemos respeto, como los maestros u otros familiares. Así, lo que “la gente grande” vea y diga de nosotros durante la infancia tendrá un carácter poco menos que sagrado.
Pero, ¿qué pasa, cuando en vez de amor y comprensión la mirada del adulto devuelve desprecio, indiferencia o una exagerada valoración? La palabra del adulto funda, justifica y define el comportamiento de un niño. Una cosa es la proyección natural de los adultos frente a los comportamientos de sus hijos, y otra muy distinta es negar o no reconocer las necesidades propias que cada niño tiene. Y esa negación es violencia. Como padres, es esperable que imaginemos el futuro de nuestros hijos e hijas o encontremos similitudes con nuestra propia infancia, y otra muy distinta es que forcemos nuestra mirada sobre ellos. Todos tenemos ilusiones, imágenes, deseos, e incluso a veces pueden coincidir con la realidad del chico. El tema es cuando esa realidad no coincide con lo que el adulto desea o espera y entonces pretende “acomodarla” a su mundo.
En esto de negar las necesidades y los sentimientos de los niños puede haber variantes. La descalificación es una de ellas. “No servís para nada”, “nunca vas a ser como tu hermano”, “sos el que desequilibra a la familia” son frases profundamente hirientes y muy difíciles de procesar. Con la incomprensión como trasfondo, estos juicios de valor funcionan como sentencias. Estigmatizar a los chicos es una gran carga para ellos y empiezan a cumplir estas profecías. Si mi padre me dice que soy un incapaz, inquieto, caprichoso, entonces, me comportaré y actuaré de “esa” manera, de la manera que me “tildan”.
En lo que podría considerarse el extremo opuesto, otorgarle desmesuradamente a un niño méritos o cualidades determinadas también puede ser una manera de vulnerarlo. Es lo que suele ocurrir con aquellos padres que repiten a sus hijos frases como “no sé qué haría si no te tuviera”, “vos sos mi salvación”. Eso es claramente otra forma de violencia. Hay formas muy sutiles de maltrato emocional; una es aterrorizar, achacarle culpas, subestimar, y otra es idealizar exageradamente a un chico o tratarlo como si fuera un adulto. Eso implica darle la responsabilidad de complacer al adulto, cuando quien debiera cumplir esa función es, justamente, otro par: su pareja, un amigo, pero no el hijo.
Pero no sólo los prejuicios, las expectativas o las categorizaciones excesivas hacen mal: la indiferencia puede ser atroz. Para que un chico pueda crecer y desarrollarse adecuadamente tiene que sentir que es importante para un adulto. Para eso es clave que se cumplan determinadas funciones, como la materna, que es nutricia; y la función paterna, de límite y de sostén. Para sentirse amado, querido y valorado, es importantísimo que se cumplan estos roles, que no necesariamente deben recaer sobre los padres biológicos. Es muy grave cuando esto no sucede y el chico se encuentra con que nadie piensa en sus necesidades. Indart agrega que el denominador común de estos casos es que pareciera que el niño puede hacer lo que quiera. Supuestamente , pueden decidir’ por sí mismos, si volver a la casa o ir a lo de un amigo después de la escuela sin avisar, por ejemplo.
Generalmente están mucho tiempo solos, y en esto no tiene que ver la cantidad de horas que los padres estén en casa, sino la calidad de la relación. No importa si se comparten un par de horas por día o si solamente se encuentran durante la cena, sino que realmente haya ganas de estar juntos.
Con sus diferencias, cualquiera de estas actitudes genera estigmas en la infancia y las consecuencias siempre serán negativas. El niño desvalorizado va a tener un mal comportamiento, será un mal alumno, y si uno habla con él va a manifestar que “no puede” hacerlo mejor porque en su familia siempre le dicen que todo lo hace mal. En este caso, el terapeuta va a tener que sacar a la luz sus cualidades, porque todos tenemos cosas buenas. En cuanto al que pusieron en una situación de adulto, habrá, justamente, una respuesta sobreadaptada: cumplirá con todo lo que se le pida, pero por algún lado tendrá un escape o una conducta inadecuada, imprevista, como hacerse la rata del colegio o pelearse con alguien. Son chicos que en algún momento tienen crisis de ansiedad, ataques de pánico o fobias. Y al que nunca prestaron atención también le va a costar encontrar un rumbo; va a tener desajustes sociales, incapacidad para relacionarse. No va a tener habilidades empáticas porque nunca fue reconocido por nadie.
En la escuela
La escuela es, sin dudas, el otro gran ámbito de sociabilización después del hogar. Allí, los chicos no sólo se interrelacionan con sus pares sino que, al igual que ocurre en el seno familiar, están expuestos a la mirada de los adultos, que en este caso son los docentes (y el término incluye no sólo a los maestros sino también a los directivos). Y si bien en los últimos años se avanzó mucho en materia de convivencia institucional, parece inevitable que los chicos queden “rotulados” en el aula. Una vez que al chico se lo rotula como el que hace lío, el que es lento, el que es introvertido, esa mirada persiste. Y el alumno va a actuar el resto de su escolarización en consecuencia, salvo que en algún momento se lo ‘mire’ desde otro lado”. Pero esta tarea de cuestionar los prejuicios no resulta tan sencilla dentro de la lógica establecida. El docente tiene que ser muy crítico consigo mismo, tiene que reflexionar mucho acerca de su trabajo para corregir esto. Más allá del legajo y de lo que nos informa la maestra del año anterior, está en nosotros tener estrategias para ver porqué un alumno se comporta de tal o cual manera y por qué lo ubicaron en ese lugar. Si ese trabajo no se hace, la situación nunca va a cambiar.
En este sentido nuestro país dio un paso muy importante con la sanción, a fines de 2013, de la Ley para la promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad social en las instituciones educativas, impulsada por la diputada Mara Brawer. Aunque muchos la llaman “la ley antibullying”, lo cierto es que se trata de una norma que abarca muchos más aspectos que ese, y sobre todo, que involucra a toda la comunidad educativa en su tratamiento y posible solución.
La convivencia es responsabilidad de todos. Y cada vínculo genera distintas conductas; ¿por qué en una escuela hay violencia y en otra no? ¿Por qué un chico que se portaba mal en un colegio, al cambiarse a otro, se porta mejor? Eso varía según cómo se establecen los vínculos en cada escuela. En ese sentido, la Ley de convivencia hace un fuerte hincapié en la formación docente y también en la de equipos técnicos especializados en el abordaje de conflictos. Tratar de acercarse, de generar un vínculo es muy importante, porque cuando te cuesta relacionarte con alguien lo primero que vas a hacer es buscarle un defecto que te dé una excusa para poner distancia.
Si los padres detectan que la escuela no da lugar a que el chico cambie o progrese, hay que actuar inmediatamente para no generarle mayor angustia. Cuando se trata de instituciones rígidas, muchas veces los terapeutas recomiendan que se lo cambie de colegio, para que el niño no se sienta estigmatizado, ni frustrado y pueda aliviarse de tanta presión. También es importante tener en cuenta que si un chico es maltratado o discriminado por sus propios compañeros hay un alerta que la escuela debe atender. Cuando una alumna o alumno es estigmatizado, lo que tiene que cambiar es la dinámica de grupo, porque en la medida en que el docente lo trate desde ese prejuicio, todo el grupo lo va a seguir tratando de la misma manera. O cambio el docente la forma de trabajo o ese chico va a seguir así el resto de su vida escolar, porque el docente es quien da el ejemplo.
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