Una de las responsabilidades más grandes que tenemos en esta vida es para quienes son padres. Para empezar, convertirse en padres no es para cualquiera. O, mejor dicho, la crianza de los chicos no es para cualquiera. Es una decisión que debe tomarse con amor, claro, pero también debe aplicarse una buena cuota de pensamiento “en frío” y ser conscientes de lo que implica transformarse en cuidador, en partícipe de la crianza de un menor. No sólo basta con decirnos “estamos bien económicamente, podemos mantenerlo”. La experiencia va más allá de tener dinero, lo cual, por razones obvias, es importante para tener cubiertas las necesidades básicas del chiquito. Hay que tener sentido común, ser racionales y saber si también contaremos con una red de contención para poder criarlos, si dispondremos del tiempo y las suficientes ganas para llevar semejante tarea adelante. El éxito en la crianza de un hijo carece de garantías absolutas. Todos sabemos que los hijos no vienen con un manual bajo el brazo, y a medida que ellos crecen, los padres vamos aprendiendo (con pruebas, testeos y errores), a ser padres. Con amor, cuidados, paciencia, presencia y dedicación, se puede decir que saldremos aireosos.
La presencia es necesaria para acompañar y guiar el proceso que convierte a los hijos en personas autónomas, capaces de decidir y de elegir con responsabilidad -es decir, facultados para responder a las consecuencias de esas decisiones y elecciones-, e instrumentados para desenvolverse en el mundo. Se necesita, además, paciencia para comprender que esos hijos son individuos inéditos, que no están hechos a imagen y semejanza de las expectativas de sus padres. Es necesario ser paciente, para asumir esta comprobación, para no reaccionar intempestiva y emocionalmente ante ella, para continuar con la presencia nutricia y orientadora y, finalmente, para afrontar la desilusión al tiempo que se celebra la singularidad de cada hijo. Presencia no significa sobreprotección ni estar a sol y a sombra sobre los hijos. Maternidad y paternidad son procesos de aprendizaje también para los padres. Y una de las principales materias que se deben aprender trata sobre la distancia a la que mantener el liderazgo del vínculo, establecer los límites que todo ser en crecimiento necesita y brindar un amor que riegue, pero no ahogue.
Suele ocurrir que la aspiración de ser los mejores padres para los mejores hijos convierta al proceso de crianza en un padecimiento para adultos que se frustran continuamente y que empiezan a preguntarse si son ellos o sus hijos los que no responden al proyecto. Y padecimiento para los chicos, que ven subir permanentemente la vara que deben alcanzar para responder a lo que se espera de ellos. Algunos alcanzan la marca a costa de su propia identidad, que sacrifican para ser el modelo soñado (y exigido) por sus padres. Otros quedan prisioneros de la culpa por no haber dado respuesta a los padres que tanto se sacrificaron. Y, por fin, otros simplemente buscan la coyuntura y las fisuras por donde escapar, se rebelan. La exigencia de convertirse en padres modélicos de hijos modélicos es quizás una forma de autoexigencia de los adultos consigo mismos. Y acaso se base en cuestiones no resueltas de su propia vida como hijos. Aunque se dirija a los hijos como una prueba de amor, no es ése el tipo de amor que ayuda a un desarrollo saludable de las potencialidades de los chicos.
Los padres que, aun inconsciente e involuntariamente, pretenden que sus hijos calcen a la perfección en las expectativas que premoldearon para ellos podrían preguntarse si, en el fondo, no están empeñados en una competencia no explicitada con otros padres (incluso los propios) y si no convierten a sus hijos en medios para ese fin. También podría ocurrir que la hiperpresencia obedezca a la necesidad de controlar y verificar que los hijos se transformen en quienes continuarán la saga personal o familiar de los padres. O los que cumplirán los sueños o aspiraciones truncas que éstos tuvieron para sí mismos. Percibida a tiempo, cualquiera de estas respuestas puede contribuir a modificar actitudes y ayudar a construir un vínculo de crianza que dé los mejores frutos.