Estudios demuestran que lo que pase en el primer año de vida es determinante para cada bebé cuando crece y se convierte en adulto. Lo que pasa en nuestro primer año de vida determina lo que seremos como adultos, determina nuestras emociones y nuestro carácter entre otras cosas más, está comprobado que el cerebro infantil necesita amor para desarrollarse correctamente. Y este amor en el primer año de vida puede incidir de manera profunda en el desarrollo y crecimiento del bebé.
A finales de la década de los 80´s, Hallam Hurt, una neonatóloga de Filadelfia, se preocupaba por el daño infligido a los hijos de madres adictas. En el marco de un estudio sobre niños de familias desfavorecidas, Hurt y sus colegas compararon dos grupos de niños de cuatro años, unos que habían estado expuestos a la droga y otros que no. No encontraron diferencias significativas, pero descubrieron que el coeficiente intelectual de ambos grupos era muy inferior a la media. Esos pequeños presentaban un CI de 82 u 83, cuando la media es 100.
Aquella revelación hizo que los investigadores trasladaran su foco de atención. De centrarse en lo que diferenciaba a los dos grupos pasaron a concentrarse en lo que tenían en común: todos se criaban en la pobreza. Para comprender el entorno de aquellos niños, los investigadores visitaban sus hogares con un cuestionario. En él preguntaban si los padres tenían en casa diez o más libros infantiles, si había un reproductor de música con canciones para ellos y juguetes que facilitaran el aprendizaje numérico. También tomaban nota de si los padres hablaban a sus hijos en un tono afectuoso, si dedicaban tiempo a responder sus preguntas, si los abrazaban, besaban y elogiaban suficiente.
Los niños que son mejor atendidos y cuidados suelen presentar un CI más alto. Los que reciben más estimulación cognitiva obtienen mejores resultados en tareas lingüísticas, y los que son criados con más afecto destacan en las tareas de memorización.
Años después, los investigadores les hicieron resonancias magnéticas cerebrales y cotejaron los resultados con los datos recabados sobre el grado de afecto con que se desenvolvió su crianza a los cuatro y a los ocho años. Observaron que a los cuatro años había una estrecha relación entre la crianza y el tamaño del hipocampo –área del cerebro asociada con la memoria–, pero no hallaron esa correlación a la edad de ocho años. Los resultados demostraban hasta qué punto es decisivo un entorno de apoyo emocional en la más tierna infancia.
El estudio de Filadelfia, publicado en 2010, fue uno de los primeros en demostrar que la experiencia de la infancia conforma la estructura del cerebro en desarrollo. Desde entonces otros estudios han revelado la relación entre la situación socioeconómica de un bebé y su crecimiento cerebral. Aunque nace preconfigurado con unas capacidades asombrosas, el cerebro humano depende en gran medida de la aportación del entorno para avanzar en el proceso de configuración.
Indagando en el cerebro infantil con las nuevas técnicas de diagnóstico por imagen, los científicos empiezan a desentrañar el misterio de cómo un niño nace sin apenas capacidad visual y se convierte en una criatura capaz de hablar, montar en triciclo, dibujar e inventar a un amigo imaginario a los cinco años. Si la metamorfosis de un conjunto de células en un lactante es uno de los grandes milagros de la vida, más lo es la transformación de un recién nacido desvalido en un preescolar que camina, habla e incluso negocia la hora de irse a la cama.
Pese a llevar milenios criando niños, apenas empezamos a entender los pasos de gigante que dan los bebés en cuanto a habilidades cognitivas, lingüísticas, de razonamiento y de planificación. El vertiginoso desarrollo que experimentan en sus primeros años coincide con la formación de una vasta malla de circuitos neuronales. Al nacer, el cerebro tiene casi 100.000 millones de neuronas, tantas como en la edad adulta. Conforme el bebé crece, recibiendo una avalancha de información sensorial, las neuronas se conectan entre sí: a los tres años las conexiones neuronales se cuentan por cientos de billones.
A base de tareas y estímulos diversos, como oír una canción de cuna o estirar la mano para tomar un juguete, se van estableciendo distintas redes neuronales. Los circuitos se refuerzan a través de la repetición. La membrana que reviste las fibras nerviosas –hecha de un material aislante llamado mielina– se engrosa en las rutas de uso frecuente, haciendo que los impulsos eléctricos viajen más deprisa. Los circuitos que no se utilizan mueren al interrumpirse las conexiones, un fenómeno conocido como «poda sináptica».
Entre los doce meses y los cinco años de edad, y de nuevo en el primer estadio de la adolescencia, el cerebro atraviesa ciclos de crecimiento y reestructuración en los que la experiencia desempeña un papel fundamental a la hora de definir los circuitos que permanecerán.
Que el cerebro del bebé responda desde su primer día de vida a la secuenciación de los sonidos sugiere que los algoritmos de la adquisición del lenguaje son parte del tejido neuronal con el que se nace. Durante mucho tiempo preponderó una concepción lineal. Primero el bebé aprende sonidos, luego comprende palabras, más tarde conjuntos de palabras. Pero los últimos resultados nos indican que prácticamente todo comienza a desarrollarse desde el minuto uno. Los bebés empiezan a aprender reglas gramaticales desde el principio.
Diversas investigaciones han demostrado que alrededor de los dos años y medio de edad los niños son capaces de corregir errores gramaticales cometidos por marionetas. Hacia los tres años la mayoría parece dominar un considerable número de reglas gramaticales. Su vocabulario aumenta a una velocidad de vértigo. Este florecimiento de la capacidad lingüística se produce a medida que se crean nuevas conexiones interneuronales, de modo que el discurso se puede procesar en diversos niveles: fonológico, semántico y sintáctico. La ciencia todavía no ha cartografiado la ruta exacta que sigue el cerebro del bebé en su viaje hacia la plena competencia lingüística.
Hace más de 20 años Todd Risley y Betty Hart, entonces psicólogos infantiles de la Universidad de Kansas en Lawrence, grabaron cientos de horas de interacción entre niños y adultos en el seno de 42 familias de todo el espectro socioeconómico, haciendo un seguimiento a cada niño desde que cumplía nueve meses hasta los tres años de edad. Al estudiar las transcripciones de aquellas grabaciones, Risley y Hart descubrieron algo sorprendente. A los niños de familias acomodadas –típicamente hijos de profesionales con estudios universitarios– se les dirigía una media de 2.153 palabras / hora; a los niños de familias subsidiadas por los servicios sociales, una media de 616 palabras / hora. A los cuatro años esta diferencia era de unos 30 millones de palabras. Los padres de hogares más desfavorecidos solían hacer comentarios más sucintos y expeditivos, como «Para con eso» o «Bájate de ahí», mientras que los de hogares más acomodados mantenían con sus hijos largas conversaciones sobre temas diversos, fomentando el uso de la memoria y la imaginación. Los niños de familias de bajo nivel socioeconómico se criaban con una dieta hipolingüística.
La cantidad de diálogo entre padres e hijos marcaba una diferencia fundamental, descubrieron los investigadores. Los niños a quienes se hablaba más obtenían mejores resultados en los test de inteligencia a los tres años. Además, les iba mejor en el colegio a los nueve y diez años. Exponer a los niños a un mayor número de palabras parecería en principio bastante fácil, pero las aportaciones de la televisión, los audiolibros, internet o los teléfonos móviles –por muy educativo que sea el material– no parece dar resultado, como ha descubierto a raíz de un estudio con niños de nueve meses el equipo de investigación de Patricia Kuhl, neurocientífica de la Universidad de Washington en Seattle.
Kuhl y sus colegas exploraban uno de los enigmas clave de la adquisición del lenguaje: cómo al cumplir un año, los niños ya han interiorizado la fonética de su lengua materna. En los primeros meses de vida los bebés son unos maestros a la hora de discriminar sonidos de cualquier lengua, sea la propia u otra extranjera. Entre los seis y los 12 meses, sin embargo, empiezan a perder la capacidad de identificar esas diferencias en una lengua extranjera, al tiempo que mejoran en la discriminación de sonidos de su lengua materna. Los niños japoneses, por ejemplo, a esa edad dejan de distinguir la /l/ de la /r/. A raíz de ese y otros estudios, Kuhl postuló lo que llama la hipótesis de la clave social: la idea de que la experiencia social abre la puerta del desarrollo lingüístico, cognitivo y emocional.
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