Muchos son los padres y madres que han vivido algún que otro exceso durante su propia adolescencia. Sin embargo, no saben manejarse cuando son sus propios hijos los que empiezan a salir y a experimentar. En esta última década, en Argentina, el consumo de alcohol se duplico, según datos del Sedronar (Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico). El 63% bebió 5 o más vasos al menos una vez en un lapso de 15 días, mientras que en el año 2001 la cifra alcanzaba el 29,7%.
¿Por qué nuestros hijos toman en exceso?
Por una cuestión cultural. No tiene nada que ver aquella vieja excusa de que se toma para olvidar o escapar de los problemas. En algunos casos, estas razones tienen validez, pero en la mayoría está relacionado con la presión por desinhibirse y animarse a cumplir con el mandato de ser un “ganador” y vencer la timidez. Los adolescentes buscan una forma de divertirse, pero sin reparar en las consecuencias.
Los chicos piensan en este y otros temas mucho antes de lo que nos imaginamos. A los 6 años ya entienden cuáles son los comportamientos socialmente aceptados con relación al consumo. Por eso, nunca es temprano para empezar a charlar con ellos. Hablar y explicar, evitando el tenerlos 2 horas escuchando aterradores pronósticos. Menos susto y más datos concretos. Cuando van creciendo, y lograr mantener una charla tranquila se hace cuesta arriba, vale seguir intentando. Puede que los padres reciban actitudes de negación y posturas del estilo “ya estoy grande para que me sermonees!” Pero, esto no importa, hay que seguir hablando, porque aunque no lo parezca, siempre, algo les queda. Si un preadolescente de 12 años quiere todo YA, no tiene paciencia, no acepta límites y sacarlo delante del monitor de la Play o la WII es una verdadera lucha, estamos en problemas. Hay que mirar con suma atención lo que los analistas llaman “tendencias adictivas” en relación a los videojuegos y al uso de internet. Puede ser señal de que, en el futuro, desarrollen una tendencia hacia comportamientos compulsivos.
El “ejemplo” es otro factor importante. Durante toda la vida, no habrá mejor referencia para los hijos que sus propios padres, poder observarlos y encontrarlos en equilibrio, autocontrolados y autocuidados.
Es sus primeras salidas, es importante que los padres mantengan la calma y tengan paciencia. Es probable que los chicos desobedezcan las reglas y parezca que a nuestras palabras se las llevó el viento. Después de los 10 años, hast llevarlos al pediatra puede desatar una batalla campal. La vida está a los pies de los adolescentes, ¿y quién a esa altura no quiso tirarse de cabeza? Con firmeza y decisión, hay que volver a explicarles y repasar las consecuencias que genera en el cuerpo la ingesta de alcohol. Armar una lista de efectos contraproducentes y traducirlos a su forma de hablar y expresarse. Por ejemplo: el alcohol te atonta, te da sueño, te perdés la mitad de la noche, corrés el riesgo de hacer papelones, al otro día se te va a partir la cabeza del dolor, puede que tengas ganas de vomitar (o que lo hagas), te pone violento, no te hace más lindo/a, sino todo lo contrario. Por supuesto, también vale aclarar que manejar alcoholizado potencia los accidentes de tránsito, puede lastimar el cuerpo y afecta seriamente la salud física y mental.
Es bueno poder sacar el tema del alcohol cuando estén presentes los amigos. Ellos siempre entienden que extralimitarse termina por arruinar la fiesta de todos. Comentar y charlar. No es lo mismo la cerveza, con 2,5° de graduación, que el tequila, con 47°, que un daiquiri de durazno tiene más de 30° y que, las bebidas más baratas que se venden en supermercados dañan el hígado.
Siempre comer algo antes, evitar el fondo blanco, evitar las mezclas de bebidas alcohólicas, no manejar ni subirse al auto si quien maneja está alcoholiado (llamar a un taxi o un remise), tomar agua (el alcohol deshidrata y provoca borrachera)… pueden ser algunos mensajes que podemos repetir y repetir hasta el cansancio a nuetsros hijos. Hoy en día, hacer lo que los chicos llaman “la previa” es muy común. Para ello, los padres deben establecer normas que a los chicos les permita sentirse acompañados mientras levantan vuelo propio, y a uno como papá, nos deje dormir tranquilos. Suena ideal y hasta una utopía, pero vale hacer el intento. Siempre hay que saber a dónde van, con quienes, conocer el plan de la salida, estar en red o comunicados con los otros padres, consensuar con ellos quién los lleva y quién lo trae, tener a mano el nro de celular de los amigos. Así, cuando llegue el día D, cada quien se las ingeniará para escanear qué pasó ayer.
No es fácil hacer valer nuestras convicciones, pero hay que mantenerse firme. La decisión está tomada, asique hay que mantenerla y decir que no coincidís con su actitud, recordarles que ya hablaron sobre el tema y que llegaron a un acuerdo. No hay que sermonear pero sí abrir un diálogo, porque, pese a la etapa de rebeldía que están transitando (y que todos hemos transitado), esto hará que ellos se sientan cuidados y que nos preocupamos por su salud y bienestar. Explicarles que comprendés que es muy difícil decir “no”.
A ser padres de un adolescente también se aprende. Habrá nuevas situaciones del tipo “novia/o que se queda a dormir” o “amigo que empieza a manejar”. Habrá que pensar qué hacer ante las fotos en Facebook a puro “brindis”, con nuestra hija en la linea de fuego de la barra. Si los sábados permitimos que hagan la previa en nuestras casas, podremos “chequear” cómo se comportan, quienes participan, qué toman o si se exponen a algún riesgo. Es mejor reflexionar entre adultos y evaluar qué postura adoptarán frente al cambio de escenario. Y nunca tartamudear frente a los más chicos. Los especialistas recomiendan ayudarlos a anticiparse. Frente a la presión del grupo, por ejemplo, no tienen por qué obligarse a interpretar el papel del superhéroe. Pueden llevar (además del preservativo) buenas excusas en el bolsillo, como “no gracias, ayer estuve descompuesto” o “estoy tomando un remedio”.
Frente a la primera borrachera de un hijo, lo primero que hay que hacer es guardar el ataque de gritos debajo de la almohada y transportarse 20 o 30 años atrás. Lo hecho, hecho está. El alcohol ya se metió en su sangre y lo mejor es que no tome nada más. Un rato de compañía, sin mediar muchas palabras, hasta que se sienta mejor será un gran acto de amor, aunque por dentro querramos mandarlo en nave espacial a la Luna o internarlo en terapia intensiva. Lo más probable es que no atraviese un coma alcohólico y ya habrá oportunidad para conversar de manera tranquila cuando el episodio haya pasado, al día siguiente. Sí, hay que preocuparse y ocuparse cuando, buscamos que “esté todo bien” pero hay que reforzar los límites. Pueden tener 19, 20 y 21 años, ser mayores de edad, pero como papás, nuestra opinión, punto de vista y mirada, tienen un peso enorme. No es tan sencillo saber si nuestro hijo/a tiene un problema serio o pasa algo típico de la edad. Si uno no está seguro, siempre hay que hablar, dejándole en claro que la preocupación no es la bebida en sí misma sino la salud y el bienestar.