Las necesidades educativas de los alumnos son inmensas, pero la respuesta que se da desde los centros es a menudo tan limitada como homogénea. Tenemos nños que se aburren, niños con dislexia, discalculia o con déficit de atención… Es prioritario dar paso a una nueva etapa, ahí donde la neuroeducación puede facilitarnos ese enfoque y ese contexto psicobiológico tan necesario en estos casos.
El término «neuro» aparece ya con más frecuencia en casi cualquier contexto. El neuromárketing, la neurofelicidad, la neurocreatividad y la propia neuroeducación nos sitúan en un escenario tan nuevo como interesante. Es el momento de descubrir al ser humano en profundidad. Es el mejor instante para entender cómo pensamos, cómo aprendemos, cómo sentimos y cómo tomamos decisiones. Ese conocimiento trasciende a muchos de los esquemas que manejamos en la actualidad. Es sumergirnos en ese tejido sináptico y orquestado por una serie de procesos cerebrales para entender por ejemplo, que no todos los niños aprenden al mismo ritmo. Que hay tiempos, que hay ciertas estructuras que pueden madurar más tarde; de ahí las complicaciones en muchos alumnos a la hora de asentar las competencias lectoescritoras.
No podemos presionar a un niño a que aprenda algo si aún no está en predisposición de hacerlo. Dicha presión además, genera frustración, miedo y evitación. Todo lo contrario a lo que debería ser el propio aprendizaje: un proceso que parte desde la alegría, la curiosidad y la motivación.
La ciencia está descubriendo aspectos excepcionales sobre el aprendizaje y la memoria que aún no se han incorporado en los programas escolares. Hay un claro desfase entre aquello que las neurociencias manejan sobre el desarrollo del cerebro infantil y juvenil y aquello que día a día puede verse en las aulas. Seguimos empeñados en habilitar por igual a los niños en el dominio de ciertas competencias, en no escaparnos de esas metodologías tradicionales, en remarcar el error, en señalar al alumno que se despista, al que no llega, al que no puede con las mates, al que le bailan las letras cuando intenta comprender un texto… Todas las habilidades humanas, incluido el propio aprendizaje, no responden a un mero capricho nuestro. No es cuestión de actitud. Es el resultado de nuestra actividad cerebral. Por lo tanto, si fuéramos capaces de entender cómo funciona nuestro cerebro seríamos más competentes a la hora de organizar una clase, a la hora de preparar un material, de diseñar un proyecto educativo.
La educación tradicional presenta múltiples limitaciones. Tenemos buenos profesores y excelentes maestros pero hay algo que falla. La educación necesita de una mejor base científica para entender en profundidad las claves del desarrollo cognitivo. El objetivo de la neuroeducación, por tanto, es establecer una base científica real en la enseñanza y el aprendizaje. Esto implica integrar en nuestros modelos educativos los últimos hallazgos de la neurociencia, la psicología y la ciencia cognitiva. Solo así daremos forma a una educación más sensible, inclusiva y válida. Ahora bien, para ello debemos dejar a un lado esos mitos tan clásicos. Como aquellos que nos decían que solo utilizamos un 10% del cerebro o que disponemos de un hemisferio artístico y otro matemático.
Si bien es cierto que nos queda mucho camino por recorrer en el ámbito de la neuroeducación, cabe decir que ya podemos ver ciertos avances. Las políticas educativas van cambiando y lo harán más con el tiempo. Los avances en materia de educación especial también están apareciendo poco a poco, y todo ello nos sitúa en un buen horizonte. No obstante, necesitamos de una mayor implicación de los agentes sociales y en especial, de las políticas educativas.
Niños con problemas de aprendizaje, alumnos con dislexia, con altas capacidades intelectuales… Esa identificación temprana nos permitirá aplicar estrategias más ajustadas para optimizar el aprendizaje de los alumnos lo antes posible. Además, el aprendizaje debe ser positivo y que acontezca en un entorno divertido y estimulante. Algo así implica que seamos capaces de crear nuevos entornos, con profesores implicados y hábiles a la hora de involucrar a los alumnos en nuevos desafíos sin que el rigor académico se diluya.
Los niños recuerdan mejor la información si trabajan en grupos pequeños. Esos equipos conformados por distintos alumnos hace que el aprendizaje sea más dinámico y que aquello que se descubra, se convierta en un dato significativo. De este modo se estimula además la cooperación, el respeto…
Por otra parte, e chico/a también debe entender cómo aprende. Aún más, los neurólogos indican que nada sería mejor que enseñarles «funciones ejecutivas». Es decir, se trataría de darles pautas para que sepan, por ejemplo, cómo funciona la atención, cómo reconocer sus emociones, saber cuando están enojados, cansados, irritables, angustiados, tristes…etc. Asimismo, sería esencial que aprendieran a regular esas emociones para controlarse y conectarse mejor con las tareas.
Es importante contar con tutorías cognitivas e instrucción individualizada. Este aspecto es sin duda uno de los más complicados a la hora de llevar a cabo. Necesitaríamos profesores entrenados en este ámbito, personas capaces de intuir, por ejemplo, qué canal de aprendizaje es el más idóneo para cada niño: cinestésico, auditivo, visual… Y, es prioritario saber cómo progresa el alumno en materia de atención, de inferencia de la información, en resolución de problemas, en motivación, en creatividad. Solo así podríamos diseñar mejores estrategias para que cada niño fuera capaz de alcanzar todo su potencial.
Según la neuroeducación sería esencial hacer un cambio en materia de horarios escolares. Se han hecho estudios que demuestran, por ejemplo, que sería más adecuado que los descansos de verano fueran más cortos. La escuela debería durar todo el año pero estableciendo descansos frecuentes (por ejemplo, cada tres semanas un descanso de una semana). Asimismo, también sería necesario un cambio en los centros de secundaria. Lo ideal es que la clases empezaran entre las 10.30 y 11 horas. Según la neurociencia los adolescentes necesitan dormir más horas y sus cerebros aún no están receptivos a primera hora de la mañana.
A medida que nuestra comprensión del cerebro y el aprendizaje mejore, es esencial que todos esos avances se apliquen al campo de la enseñanza. No podemos quedarnos atrás, no podemos seguir instaurados en mecanismos obsoletos que dan forma a alumnos sin motivación, a niños frustrados y a padres cada vez más preocupados. Hay que atreverse a innovar y sobre todo a estar en sintonía con el propio desarrollo cerebral del niño. Solo así le permitiremos dar lo mejor de él, solo así tendremos a alumnos verdaderamente implicados en su propio aprendizaje.
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