Las familias narcisistas son como las telarañas. En ellas, parte de sus miembros, en especial los niños, quedan atrapados en los hilos del sufrimiento emocional. En estas dinámicas siempre hay alguien que antepone sus propias necesidades a las del resto, erigiendo así un poder absoluto. Este poder, en muchos casos, sirve para boicotear y manipular con un único fin: ser nutrido, reconocido y validado a todos los niveles.
Quienes han crecido en un entorno disfuncional con este tipo de características suelen coincidir a la hora de reflejar una realidad: “de puertas hacia fuera todo el mundo creía que mi familia era perfecta, pero de puertas hacia dentro vivíamos un infierno”. No es fácil salir de estas situaciones, y aunque este tipo de vínculos tienen a menudo sus propias huellas dactilares y sus particularidades, podríamos decir que en esencia, las familias narcisistas comparten varios puntos en común.
Lo más característico es sin duda la existencia de un conjunto de reglas tácitas muy concretas que crecen en el seno de estos hogares tóxicos y por encima de todo, patológicos. Son normas que se alzan alrededor de una persona y donde al resto se les veta cualquier derecho, cualquier reconocimiento. Así, es común que los niños carezcan de acceso emocional a sus padres, se les ningunee y se les someta a un maltrato silencioso y permanente.
Por otro lado, es muy habitual que todo este tipo de dinámicas queden silenciadas para siempre en las ramas de nuestro árbol genealógico. De hecho, en el momento en el que el niño convertido ya en adulto logra por fin dejar ese entorno denigrante, es común que el padre, la madre o los dos lo califiquen de “mal hijo” por abandonarlos, por atreverse a cortar ese vínculo. Al hijo que vive o ha vivido en el seno de una familia narcisista no le resulta fácil poder demostrar el abuso sufrido, la carencia emocional o el agravio psicológico sufrido, justamente porque, a los ojos del mundo exterior, la suya era una familia perfecta.
En esta clase de familias, suele existir un hijo que es usado como “chivo expiatorio”. Suelen ser pantallas de proyección de un padre o madre narcisista, el receptáculo de sus frustraciones, fracasos y de su ira. Ellos terminan creyendo que hay algo “defectuoso” en ellos. Sin embargo, cabe decir que aunque el “chivo expiatorio” se lleve la peor parte en el seno de las familias narcisistas, el “hijo de oro” tampoco está en mejor posición. Sobre él o ella se colocan expectativas tan elevadas que el sufrimiento está también más que garantizado.
Podemos suponer que no es tarea fácil salir de estos entornos. No lo es porque el hecho de haber crecido en ellos supone haber integrado muchos mandatos, muchos esquemas y retóricas destructivas que crean un impacto considerable en la mente infantil. Estas serían algunas de esas dinámicas.
No tenemos que definirnos por las heridas sufridas por nuestros sistemas familiares. En un rincón de nuestro corazón siempre hay un pedazo del propio ser que sigue siendo tan “optimista” como vital, y que debe permitirnos correr de la “nada absoluta” a la felicidad.
Para lograrlo, para salir de ese entorno venenoso que suponen las familias narcisistas, nunca está de más reflexionar sobre estas dimensiones:
Para concluir, vivir en un entorno donde los principios emocionales se tergiversan no es sano ni tolerable, aún menos si en ese contexto disfuncional hay niños. Lo más común es que, cuando lleguen a adultos, sean ese tipo de personas incapaces de decir “no” o de entender que tienen todo el derecho a poner límites, a decir bien alto qué quieren, qué necesitan y qué no van a tolerar.
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