Lo mejor que una mamá puede hacer por su hijo es cuidar de sí misma. No podemos amar correctamente a otros si no nos amamos primero a nosotros. Es por eso que aquellas emociones que no aceptamos y no trabajamos en nosotras mismas, siempre, pero siempre, terminan reflejándose en los hijos.
Ser madre no es un trabajo fácil. Debemos llevar adelante muchos roles distintos cada día y ocuparnos de miles de cosas. No somos robots, somos seres humanos y, por ende, nos cansamos, nos frustramos, nos sentimos solas, agotadas, tristes, perturbadas….laa cantidad de emociones por las cuales transitamos son innumerables 8no todas son malas, claro está). Sin embargo, muchas veces negamos nuestros sentimientos, los escondemos, con la falsa idea de no querer mostrar debilidad, de ser “fuertes” y no querer preocupar a nuestros hijos. Tratamos de mantener la “fachada” de mujer todoterreno / todo lo puede. Sepultamos en nuestro interior esos miedos, angustias, cargas y culpas. ¿Por qué? Porque es lo que toda mujer ha aprendido desde pequeña, porque inconscientemente sentimos que no tenemos derecho a quejarnos, porque es una conducta automática de la que apenas nos damos cuenta.
Sin embargo, las emociones que no aceptas nos persiguen y continúan buscando formas de salir a la luz. Así, es probable que las emociones reprimidas se transformen en un llanto incontrolable, cansancio e incluso enfermedades o síntomas físicos.
En su afán por salir a la superficie, estas emociones pueden reflejarse en el más amoroso espejo que tenemos en nuestra vida: los hijos. Durante la gestación, la conexión emocional madre-hijo es absoluta; no existe separación entre ellos. Este vínculo se extiende de forma profunda hasta los 3 años de edad, sintiendo el niño todas las emociones de la madre como propias. Desde la biodescodificación, existe la teoría de que los niños menores de 14 años no se enferman, solo reflejan las emociones mal gestionadas de los adultos con los que conviven.
Nuestros hijos son el espejo que proyecta aquello que nos negamos a aceptar en nosotros mismos. Sus síntomas siempre nos hablan, nos dan pistas de aquello que no se está gestionando de una forma adecuada.
Por ejemplo:
- Si tenemos un recién nacido muy nervioso y que llora a menudo, estará reflejando el nerviosismo y la angustia no expresada de su mamá.
- Si los padres viven peleando o se dejan muchas cosas por decir, el niño presentará tos o problemas de garganta.
- Cuando la madre vive situaciones que no puede digerir, su pequeño se lo mostrará con dolores de estómago o problemas digestivos.
- Una mamá que está harta de escuchar críticas o reclamos es probable que lo vea reflejado en su bebé a través de problemas de audición u otitis frecuentes.
- Un pequeño con continuas bronquitis o asma estará poniendo de manifiesto que se respira un ambiente tóxico en el hogar.
¿Qué se puede hacer?
Este punto de vista no está encaminado a buscar culpables, sino a hacernos responsables. A tomar conciencia de que nosotros podemos evitar el malestar de nuestros pequeños. En primer lugar, tenemos que familiarizarnos con el estar en contacto con nuestras emociones. Ser capaces de pararnos a pensar qué sentimos en cada momento, cómo nos afectan las situaciones y aceptar esos sentimientos negativos. Verlos, integrarlos y abrazarlos, sin tratar de negarlos. Están ahí para enseñarnos algo, para ayudarnos a cambiar nuestro enfoque de la vida.
Tenemos que estar dispuestas a hacer autocrítica y a modificar patrones de pensamiento y conducta que tenemos muy arraigados. Quizás debamos aprender a perdonar más rápido o a preocuparnos menos. Sea lo que sea, el cambio que hagamos en nosotras mismas, marcará la diferencia en la salud de tus hijos.
También, es importante tener el firme propósito de dedicarnos tiempo a nosotras mismas. Encontrar momentos para estar a solas y realizar las actividades que nos hagan sentir bien. Siempre seremos mejores mamás, si somos mujeres felices. Lo anterior nos ayudará a tener un equilibrio emocional y a afrontar las dificultades de una forma calmada y consciente. Esto es, tener la capacidad de decidir cómo quiero sentirme ante una situación. Ser capaz de gestionarla de forma madura y no reaccionar como si nos arrastrara una corriente. Cuando tomemoss conciencia del conflicto y comencemos a trabajarlo, nuestro hijo no tendrá necesidad de reflejarlo y soltará su síntoma.