Ante una conducta inadecuada, vemos a padres reaccionar de una manera muy distinta. Por un lado, podemos pecar de “permisivos” y no imponer ninguna sanción a los pequeños, generalmente porque así nos libramos de tener que enfrentarnos a una posible rabieta o enfado por parte de los niños cuando ven contrariado sus deseos. Esto, a la larga es contraproducente, ya que los menores se acostumbran a conseguir lo que demandan de forma disruptiva, cuando lo importante es que interioricen que no van a poder conseguir todo aquello que desean. Además de la relevancia de que, si lo logran, debe ser mediante conductas adecuadas, como la negociación con el adulto.
Por lo tanto, cuando un niño se comporta de forma inadecuada, tiene que tener una consecuencia. Esta puede ser la extinción o el castigo. Respecto a este último, tenemos que evitar que suponga un daño físico o mental para el pequeño. En esta línea, es mejor que no llevemos a cabo sanciones corporales, gritos, amenazas ni humillaciones.
Si el incumplimiento de la norma o el comportamiento disruptivo es leve, puede bastar la extinción. Pero si es más grave aquello que el pequeño hace, o incumple una regla de forma sistemática, es importante imponer un castigo adecuado al nivel de desarrollo y a la edad del niño. De esta forma, le ayudará a entender que esa conducta no trae un balance de consecuencias bueno para él.
Además, la sanción debe tener relación con la norma que se ha incumplido, de manera que el pequeño pueda pensar y reflexionar sobre lo que ha hecho mal. Además, las sanciones no deben ser muy largas, de otro modo estas terminarán acaparando todo el protagonismo y no aquello que realmente tienen que mejorar.
Desde los 5 o 6 años de edad, las sanciones deben ser acordadas con los pequeños. De esta manera, fomentamos en el niño habilidades de comunicación y de negociación, así como la capacidad de defender los derechos propios y la comprensión de las normas que hay en casa. Eso sí, estas sanciones han de ser justas y adaptadas para todas las partes implicadas.
Por último, el castigo tiene que tener un carácter reparador. Es decir, deben estar encaminadas a la compensación o la restauración por el daño causado, de esta manera lo mejor es que el castigo esté relacionado con la conducta que no queremos que se repita. De esta manera, vamos a conseguir que los sentimientos de culpa disminuyan y que los lazos familiares se fortalezcan.
Cómo ponerlo en práctica
En primer lugar, es importante que el pequeño conozca previamente cuáles son y en qué consisten las sanciones. Por otro lado, una vez impuesta debe cumplirse hasta el final. Este es un punto importante, ya que si los papás y las mamás no son firmes en los castigos, estos pierden su utilidad. El niño aprende con estas dinámicas de amenazar, pero no llevar a cabo, que el cumplimiento o no de una norma no es relevante. Por ello, es importante que la actitud de los adultos sea lo más inteligente y menos impulsiva posible.
Para conseguir esto, hay que tratar de controlar nuestra ira antes y pensar en que el castigo no debe dolerle a los niños, sino hacerles reflexionar. De esta manera, les comunicaremos la consecuencia negativa con voz tranquila, dando lugar a que el pequeño perciba afecto y aceptación, en lugar del rechazo que destila una sucesión de castigos constantes. Poner sanciones adecuadas es un reto, pero con estos consejos estaremos más cerca de conseguirlo.